Contaba los coches que veía pasar por delante de la ventanilla. Hacía malabarismos al caminar para no pisar las rayas del suelo. Jugaba a conducir, a trabajar y a cocinar para imitar a sus papás. Cantaba hasta quedarse afónica las mismas canciones, una y otra y otra vez. Le encantaba gritar mientras las ruedas de su triciclo cogían velocidad cuesta abajo. Caía y se levantaba tantas veces al día que ya había perdido la cuenta. Se adentraba en cualquier aventura sin saber hacía dónde iba o cómo acabaría.
Y lo hacía viviendo, disfrutando, dejándose llevar, haciendo aquello con lo que disfrutaba. Algo que, parece, se nos olvida con el paso de los años.